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Construyendo nuestras narrativas (feministas)

Hace una semana pusimos en marcha un cambio para el que ya no hay marcha atrás. Paramos para decir (o mejor, gritar) que ya estábamos hartas de las violencias machistas en todas sus vertientes. En este sentido, un mecanismo histórico que ha reforzado todas la maquinaria patriarcal y capitalista han sido los cuentos infantiles. Al menos con los que yo he crecido. Relatos que consolidan al varón heroico frente a la mujer pasiva, víctima a la espera de salvación. Relatos que robustecen el vínculo entre éxito y riqueza, fomentando una noción de desarrollo sustentado en la explotación de las personas y del entorno. Relatos que potencian la otredad y la desconfianza hacia la diversidad. De manera que parece fundamental escribir otras narrativas para desarrollar imaginarios alternativos sobre los que construir las bases para un cambio de modelo social.

 

Esta fue la tarea que nos propusimos durante una de las sesiones del taller Economía Feminista y Mundo del Trabajo, que impartimos en la Escuela Municipal de Empoderamiento y Participación de Pamplona. Entre todas, creamos otros desenlaces para cuentos tradicionales que os presentamos a continuación. Muchas gracias a Aitziber, Elena, Leire, Lorea y Raquel por todas su creatividad y energía!!!!

 

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La otra Cenicienta... Nuestra Cenicienta feminista

 

Había una mujer, casada con un hombre muy rico, que enfermó, y, presintiendo su próximo fin, llamó a su única hija y le pidió que fuera buena y piadosa para siempre. Luego murió. La joven iba todos los días a la tumba de su madre a llorar, y siguió siendo buena y piadosa. Mientras, su padre se casaba de nuevo y la segunda esposa (la conocida madrastra maligna) trajo consigo a sus dos hijas... Y así hubiera seguido el cuento tradicional... En un sinfín de intentos de Cenicienta por lograr los objetivos que le imponía su madrastra, por exigentes e injustos que fueran ‑quizás eran una alegoría del capitalismo heteropatriarcal , para llegar a una fiesta a través de la que conocer a su futuro marido. Y, a través del matrimonio, salir de la espiral de marginación y violencia. Pero en nuestro cuento no hay magia ni actitud pasiva a la espera de que el príncipe corra a salvarla.

Resulta que lo que sí tiene Cenicienta es una tía lesbiana, hermana de la madre, que va a visitar a su sobrina, que ya no está sola en el mundo ‑porque el padre mucho no pinta‑ y se da cuenta del maltrato. Se queda allí un tiempo, no solo para protegerla, sino para tener largas conversaciones y ayudarla a generar estrategias que ayuden al empoderamiento de la joven: autodefensa, lecturas feministas, ... Y, con ello, van entrándole ganas de conocer a posibles aliadas en el pueblo, así que por la noche se escapaba por las ventanas y acude a espacios de encuentro donde sentirse segura. Les pedía a los pajarillos que permanecieran en silencio para no despertar a nadie en la casa.

Por fin, Cenicienta se atreve a dar el paso y se va de la casa ‑no sin muchas dudas acerca de denunciar o no, pero prefiere acelerar la marcha‑, con el apoyo de su tía y de la red que tejió en el pueblo. Con todo ello, y desde todos los saberes aprendidos en su explotación, monta una cooperativa de costura, creando puestos de trabajo para otras mujeres en situación de vulnerabilidad. Paralelamente, ponen en marcha formación feminista, a la que se puedan apuntar otras Cenicientas ‑porque su situación no es única‑ y, con el apoyo de las compañeras, emanciparse individual y colectivamente. La sororidad se convierte en la herramienta para mejorar su vida, que no será perfecta, pero al menos, será suya.

 

 

El árbol de las manzanas de oro (sin explotar gallinas ni al entorno)

 

Había una vez un agricultor y ganadero muy pobre llamado Eduardo, cuyo mayor sueño no era ya hacerse muy rico, sino contribuir al bien común de su comunidad. Un sueño compartido por su esposa ‑que no tenía nombre en el cuento‑ pero aquí la llamaremos Ixone, que pertenecía a un colectivo de mujeres rurales en la lucha por el bienestar social. Un día Ixone estaba en el campo y llamó a su esposo: "Eduardo, ¡ven a ver lo que he encontrado!".

Era un gran manzanoque habían plantado años atrás y sus frutos eran de oro. Justo uno acababa de caer al suelo. No había avaricia ni ganas de medrar, sino que aspiraban a una buena vida para todas las vecinas y vecinas. Algo que suponía cuidar también los recursos naturales para la colectividad. Esto es, respetar los ciclos naturales y, simplemente, coger aquellas manzanas que el propio árbol les ofrecía. ¿Qué más se podría pedir si esto les permitía vivir dignamente? Pues solo pidieron una cosa más: mayor sostenibilidad. Y apostaron por reinvertir los beneficios en energías alternativas, en formación y en formas de trabajo colaborativas... No buscaron un final feliz definitivo, de esos que no existen ‑simplemente, se acaban las páginas del cuento y no nos explican lo que viene después‑. Y es que la comunidad siempre es algo inacabado. Pero sí desearon que su proyecto tuviera efectos multiplicadores y que otros territorios fueran incorporando un modelo que pensara en el largo plazo, poniendo a las personas en el centro. Con todo lo que ello conlleva...

 

 

Hänsel y Gretel... Y la bruja. Hacia otras formas de convivencia

 

Había una vez un leñador y una leñadora que vivían en el bosque en una humilde cabaña con sus dos hijos, Hänsel y Gretel. Trabajaban mucho para darles de comer pero nunca ganaban lo suficiente. Costaba mucho alimentarse y, a veces, pasaban hambre. Se les había pasado por la cabeza dejarlos en el bosque con la esperanza de que alguien con buen corazón los salvara... Pero eso sería en un cuento donde la pobreza está exenta de agencia. Y no es el caso de este relato. Aquí, esta familia y este pueblo cooperaban desde la humildad, intentando superar el día a día. Pero es cierto que no tenían muchas tierras que cultivar y no se atrevían a pisar el bosque cercano a la aldea, donde las leyendas contaban que vivía una bruja.

 

Pero un día Gretel, empezando a comprender que las brujas eran un invento patriarcal, convenció a su hermano para traspasar los árboles. Y encontraron una casa preciosa, cubierta de dulces y les rugieron las tripas. Pero decidieron ser pacientes y llamaron a la puerta. Salió una anciana, ciertamente excéntrica y peculiar, y los invitó a tomar un chocolate mientras les contaba su historia. Resulta que esta mujer había sido una hippie y recorrido el mundo hasta que la llamaron porque su abuela, una rica pastelera solitaria, había muerto y le había dejado la casa en la que vivía en herencia. Los apetitosos dulces eran un recuerdo de ella... Simple decoración para curarse la nostalgia. Les confesó que muchas veces había querido acercarse al pueblo, pero sabía del aislamiento histórico de su antepasada por lo que temía la posible reacción de la gente. Aunque reconocía que, en ocasiones, le apetecía compañía.

 

Gretel y Hänsel tuvieron una idea: ¿por qué no poner en marcha un banco del tiempo y de recursos? Margarita, que así se llamaba la señora, compartiría esas tierras que apenas usaba y ellos la presentaría en la aldea, donde conectaría con un montón de gente. Y así lo hicieron. En el conocimiento mutuo limaron asperezas y desconfianzas y pusieron en marcha un proyecto de tierras comunales, en las que Margarita viviría como usufructuaria porque las había cedido para el provecho general de la comunidad ‑evitando cualquier expresión de caridad que obligara a un agradecimiento histórico eterno, de esos que acarrean los títulos nobiliarios‑. Y tras años de buen vivir, con momentos de tensión comunitaria y de maravillosa convivencia, murió. Gretel y Hänsen, que ya habían crecido unos años, decidieron crear una escuela de empoderamiento en su honor. Un espacio de formación y encuentro que permitiera construir sociedad desde otros valores. Valores feministas para imaginar otros mundos posibles.